El ejercicio de escribir públicamente lo había abandonado. Quizás el silencio me provocaba cierta comodidad ante la desmedida cantidad de "opiniones" y "críticos" que en Internet burbujean con sus atavíos que les disfrazan de expertos. Yo tampoco soy uno.
Sin embargo, en éstos tiempos que provocan innumerables argumentos científicos, posturas políticas (por no decir manipulaciones), vociferaciones energúmenas, sensatos llamados a la cordura, memes hilarantes, críticas a las iglesias y a los gobiernos de turno, no escuchamos atentos los gritos de auxilio. Entre esta colección de voces, es imposible mantenerse al margen, silencioso. Algo falta en la conciencia colectiva que nos ciega ante la realidad, que si acaso, entendemos hoy, como los metros cuadrados de nuestros hogares, si es que todos tienen uno.
Hablar de un método que nos salve la vida, a todos, es un absurdo. Nada es más racional que el aislamiento, la cuarentena, seguir un riguroso cuidado de sí, lavando las manos con ahínco, evitando las tan exquisitas muestras de afecto que tanto bien harían si el COVID 19 fuera solo un virus en alguna película de cartelera. Quedarse en casa. En la puta casa, como dice con gracia el famoso Samuel L Jackson en su poema viral que da la vuelta al mundo occidental. No hay duda que el uso de tapabocas, guantes y otros elementos de protección, reducirán el contagio cuando nos vemos obligados a salir a buscar provisiones para tratar de mantener una nevera suficiente. Leer los libros que el mundo productivo había condenado a empolvarse, sufrir una sobredosis de cualquier contenido en las redes sociales, tragar temporadas enteras y películas en Netflix y Amazon Prime, estudiar algo nuevo, solo para deleite intelectual o morboso mientras el tiempo pasa. No tenemos forma sensata de enamorarnos por ahora. Es perfectamente racional y posible para todos aquellos que, aunque no nos sobre dinero, vivimos una situación privilegiada.
Las cifras, que mienten mucho en estos lindes tercermundistas, muestran, al menos parcialmente, la miserable realidad de los muchos. La pobreza es literalmente, el modo de vida de 1.400 millones de personas que sufren pobreza extrema y casi 900 millones sufren hambre. Otro tanto, de al menos 1.500 millones, viven en situaciones muy precarias, pero no consideradas en pobreza extrema, porque algo llevan a sus bocas, aunque tenga ese putrefacto olor a mierda. El resto es nuestra historia, la que conocemos y vivimos desde la comodidad de nuestra casa. Esas cifras, dicen expresamente, que la mitad de la población humana no tiene medios legítimos para su supervivencia, pero eso, eso no nos importa.
Colombia roza el 20% de lo que las entidades mundiales llaman pobreza multidimensional; una clase de alivio conceptual para no provocar arcadas en aquellas mentes sensibles a la realidad de la especie, en donde no es considerable sino como pobreza monetaria, recibir algo menos de $260.000 pesos. En Colombia alcanza un 27% de la población esa elegante conjetura estadística. Sin sumar el éxodo venezolano a tierras cafeteras, las cifras del DANE nos dan la idea de que un poco más de la cuarta parte de la población en el país no tiene medio alguno para comprar un tapabocas, jabón de manos, gel antibacterial y todas esas "vanalidades" que se nublan definitivamente si ni siquiera se puede comer. Aquí si que se reivindica aquella frase de "La vendedora de rosas": !pa´qué zapatos si no hay casa, pa´qué hijueputa!
No vale la pena siquiera escudriñar el número de personas que reciben un salario mínimo, que en su justa definición, es miserable. Y ¿entonces?, nada. Entre la razón y el hambre, hay una muy extensa cantidad de nada y un supuesto aislamiento inteligente, que no será otra cosa que enviar a morir enfermos a los pobres. Nos encanta agitar los estandartes de la "lógica" popular y cantar a gritos que se queden en casa algo cerca de 20 millones de colombianos que no tienen qué comer, para sentirnos parte de la inteligencia colectiva. Elevan sus plegarias y rezos, aplauden las mediocres medidas del gobierno, acusan a la alcaldesa de Bogotá de ser populista, se enfrascan en las pendejadas que Petro publica sin revisar y sin constatar, se les olvida la ñeñe política y la clase de malditos que nos gobiernan. Es una zarta de políticos corruptos los que dan las órdenes que nos gusta ecuchar y si que se siente bien ser un borrego responsable.
Entre la razón y el instinto, siempre ganará el instinto. Cuando el hambre entre por la puerta, toda esa iluminada grandeza y lógica que caracteriza al colombiano promedio que vota NO a que se termine la corrupción, se convertirá en una ira colectiva, en una catástrofe social, e infortunadamente, en una guerra que nos recordará las películas zombie. ¿Quiere ser en serio inteligente y de paso buena persona? Deje una libra de arroz o de lentejas en su puerta apenas vuelva de hacer mercado, una botella de agua, una pastilla de jabón o una libra de harina. Póngase el tapabocas y lleve hasta esa casa con bandera roja o un S.O.S, un poco de pan. Mejor aún, provoque una revolución ciudadana al fin sensata e invite a las autoridades a pasar cierto día por su barrio para recoger las donaciones que todos dejamos en la puerta de la casa. Eso si sería aislarse altruista e inteligentemente.
Así, quizás la razón pueda ganarle al instinto que se despierta, esta vez seguro por hambre.
No vale la pena siquiera escudriñar el número de personas que reciben un salario mínimo, que en su justa definición, es miserable. Y ¿entonces?, nada. Entre la razón y el hambre, hay una muy extensa cantidad de nada y un supuesto aislamiento inteligente, que no será otra cosa que enviar a morir enfermos a los pobres. Nos encanta agitar los estandartes de la "lógica" popular y cantar a gritos que se queden en casa algo cerca de 20 millones de colombianos que no tienen qué comer, para sentirnos parte de la inteligencia colectiva. Elevan sus plegarias y rezos, aplauden las mediocres medidas del gobierno, acusan a la alcaldesa de Bogotá de ser populista, se enfrascan en las pendejadas que Petro publica sin revisar y sin constatar, se les olvida la ñeñe política y la clase de malditos que nos gobiernan. Es una zarta de políticos corruptos los que dan las órdenes que nos gusta ecuchar y si que se siente bien ser un borrego responsable.
Entre la razón y el instinto, siempre ganará el instinto. Cuando el hambre entre por la puerta, toda esa iluminada grandeza y lógica que caracteriza al colombiano promedio que vota NO a que se termine la corrupción, se convertirá en una ira colectiva, en una catástrofe social, e infortunadamente, en una guerra que nos recordará las películas zombie. ¿Quiere ser en serio inteligente y de paso buena persona? Deje una libra de arroz o de lentejas en su puerta apenas vuelva de hacer mercado, una botella de agua, una pastilla de jabón o una libra de harina. Póngase el tapabocas y lleve hasta esa casa con bandera roja o un S.O.S, un poco de pan. Mejor aún, provoque una revolución ciudadana al fin sensata e invite a las autoridades a pasar cierto día por su barrio para recoger las donaciones que todos dejamos en la puerta de la casa. Eso si sería aislarse altruista e inteligentemente.
Así, quizás la razón pueda ganarle al instinto que se despierta, esta vez seguro por hambre.